El kit Jonás by Ian Watson

El kit Jonás by Ian Watson

autor:Ian Watson [Watson, Ian]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 1975-01-01T00:00:00+00:00


* * *

Coral y algas deshidratadas; buccinos burbujeando en sus propios jugos sobre parrillas de carbón; caparazones de tortuga y cañas de pescar, gallardetes, pistolas de juguete, joyeros de nácar… Orville Parr miraba a su alrededor, nervioso, mientras hacía lo que podía por guiar a Gueorgui Nilin y a Mijaíl de la forma más higiénica posible por aquel túnel estrecho de turistas que avanzaban a empujones. Lo asaltaron accesos de claustrofobia, mucho peores que los del día del zoo. Tendría que solicitar el traslado. No aguantaría mucho más tiempo en ese país.

—¿Por qué no hemos podido venir por mar? —le gimió a Gerry—. Es imposible que el Instituto de la Ballena reciba los suministros por este camino. ¿Qué es esto, una carrera de obstáculos?

Chloe, al oír aquello, creyó entender al pobre hombre. El frenesí de los muelles contagiaba a los veraneantes japoneses. Parecían enfadados e impacientes mientras ascendían con trabajo por la cuesta adoquinada. Los empujones indignados y la prisa casi ofensiva se revelaban en el modo en que se apoderaban de los recuerdos de los puestos, como si fueran a convertirse en basura en sus manos, y en cómo arrojaban billetes de mil yenes encima de los mostradores, dinero frágil y efímero como telarañas…

Parr observó a los dos chóferes, una pareja fornida con cara de plato, embutidos en zapatos negros y traje de tetoron, todo reluciente, que subían por el túnel con los ojos inexpresivos y receptivos de un pez que espera engullir moscas imprudentes. Las manos les colgaban flojas de las muñecas, rígidas como tablas tras soltar el volante.

—¿Van armados los chóferes? —preguntó Parr.

«Fisgones hipócritas de mierda», maldijo para sí.

Enozawa pensó que era una pregunta vulgar y no se dignó contestar.

Gerry Mercer vio un cachalote de plástico negro y se rezagó para comprarlo. Una anciana arrugada con un diente de oro en el centro de la boca lo sumergió en un cuenco lleno de agua, lo sacó, lo sostuvo en alto y lo apretó por los lados para mostrarle cómo funcionaba. El cachalote expulsó un chorro de agua en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Luego la mujer le tendió el juguete chorreante con una sonrisa. Gerry se lo llevó a la espalda, vacilante, sin saber dónde ponerlo. Le empaparía el bolsillo de la chaqueta. Tuvo la sensación de que la mujer lo había dejado en ridículo.

El faro achaparrado que coronaba el pico de la isla resultó ser un restaurante. Junto a la puerta había pilas de cajas de cerveza y de salsa de soja, y un barril de gasolina a rebosar de langostas agonizantes y mutiladas. Les habían arrancado la cáscara del lomo para que la carne viva y espumosa pudiera cortarse a dados y comerse cruda. Los cuerpos de las bestias aún conservaban vestigios de vida. Tanteaban el aire lentamente con las antenas, en busca del olvido. Doblaban lo que quedaba de las patas quebradas y las estiraban en una parodia de movimiento.

Al ir pasando en fila al lado del barril, todos lo miraron; los



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